El periodismo ante la violencia

La violencia es parte esencial del poder, disuasiva o como instrumento para definir conflictos. Un poder débil, sin respaldo ciudadano, tiende a compensar su debilidad con violencia trasladando los conflictos de la reflexión, el razonamiento, el debate y el diálogo, al uso de instrumentos destructivos sin consideraciones humanas.

Desde el asesinato de Gaitán y durante casi todo el Frente Nacional, el país vivió bajo Estado de sitio. El poder en Colombia compensaba la dificultad para establecer consensos y ejercer autoridad, con facultades especiales para obrar de manera arbitraria. Mientras en América Latina el poder lo ejercieron dictaduras que suspendieron los procesos democráticos y los derechos de los ciudadanos, con el fin de exterminar la amenaza comunista, en Colombia esa lucha se libró bajo la formalidad de la democracia. Con un ingrediente adicional.

La violencia entre el Partido Liberal y el Conservador y el temor a que una dictadura populista como la de Rojas Pinilla los desplazara del poder, llevó a las élites de los partidos a entregarle el manejo del orden público a las Fuerzas Militares con autonomía. Fue una decisión de las élites, que el presidente Lleras Camargo anunció en 1958: independizar el poder militar del civil. Los militares no se meterían en política, y los políticos no se meterían en asuntos militares. Así, la doctrina de seguridad militar que se basaba en exterminar a la insurgencia usando la violencia se impuso en Colombia de forma paralela con la democracia electoral.

De manera que en 1985, los militares consideraban que eran ellos los responsables de “salvar” la democracia y los políticos con sus esfuerzos de paz negociada, eran un estorbo. Como lo eran los periodistas y los medios que ejercieran control sobre las acciones militares y como lo eran las cortes de Justicia que empezaban a aplicar los principios de los derechos humanos que de forma recurrente y sistemática las Fuerzas Armadas de esa época violaban para contener el descontento popular y la insurgencia guerrillera.

Fue la Corte asesinada en el Palacio de Justicia la que dictó las primeras sentencias condenando a militares por sus excesos en la lucha contra la guerrilla y sentó las bases para erradicar esas prácticas del establecimiento militar y afianzar la vigencia de los derechos humanos en el país. El general Vega Uribe, Ministro de Defensa y suegro del Coronel Plazas Vega, fue uno de los primeros condenados por la Corte.

De manera que las Cortes que frenaran los excesos en el uso de la violencia al igual que los periodistas que informaran a la opinión sobre los hechos de violencia, eran vistos como enemigos de la fuerza pública o incómodos, por decir lo menos. El control de los medios fue mas fácil porque sus propietarios estaban alineados con la doctrina de la seguridad nacional que regía. Las acciones militares no afectaban a las élites de los partidos en el poder, sino a la oposición armada que cuestionaba el poder. El poder que recurre a la violencia necesita excluir a los medios de comunicación para que la opinión pública no interfiera en las acciones militares con consideraciones humanitarias o políticas.

El Presidente Betancur decidió definir el asalto del M-19 por la vía de la violencia porque carecía del poder para asumir los costos que implicaba negociar a partir del asalto. Betancur se entregó a la doctrina de seguridad nacional, se alineó con los militares de esa época, sin amenazas y sin golpe de Estado, tras el fracaso de su proceso de paz.

El M-19 sabía que la violencia que iba a usar en el asalto sólo le serviría como puerta de entrada para lograr una interlocución política. Sabía que la fuerza militar del Estado era infinitamente superior y esa debilidad la quería compensar con la captura de rehenes de alto valor, los Magistrados de la Corte Suprema, y con respaldo popular. Ninguno de los dos supuestos se cumplieron.

En esa situación, la exclusión de los medios para el poder era clave, mientras que para la guerrilla su inclusión era todo. A través de los medios podrían eventualmente lograr una movilización popular y presionar al poder para suspender el operativo militar. Para el poder, esa lógica era evidente y por esa razón la censura a los medios se estableció con rapidez. La principal arma del M-19, la propaganda mediática, desapareció.

El M-19 siempre fue una guerrilla débil militarmente. Fueron los medios en su afán de producir mercancías escandalosas para crecer ratings, audiencias y publicidad, los que mordieron el anzuelo de su populismo armado. Le dieron gran difusión a sus acciones, con enormes titulares y reportajes en prime time que les construyó la imagen de redentores sociales frente a un régimen político desgastado.

La ciudadanía estaba deslumbrada y los periodistas -y los medios- se jugaban la vida por un reportaje con los rebeldes. La publicidad que logró el M-19 rompió todos los parámetros y la monotonía del agonizante Frente Nacional. El M-19 fue la ilusión de un cambio, gracias a los periodistas y a los medios de comunicación, no gracias a su capacidad militar, ni a sus propuestas sociales o políticas ni a su capacidad de organizar la representación de capas de la población que no tuvieron espacio en el bipartidismo.

El M-19 cayó en la trampa mercantil de los medios de comunicación. Su imagen hizo que el establecimiento les otorgara una generosa amnistía después de que las Fuerzas Militares los había golpeado, debilitado y capturado. Con excesos y violaciones de sus derechos, sin ninguna duda. Cerca de 300 guerrilleros fueron condenados y estaban en las cárceles, desde donde continuaron siendo favorecidos por los medios. Sus juicios se convirtieron en una tribuna para denunciar los excesos de los militares, que empezaron a entender que la guerra contra la insurgencia con reglas de un Estado de derecho era desventajosa para ellos. Para una gran parte de la opinión pública, los héroes eran los guerrilleros y los villanos los militares que los capturaban y enjuiciaban.

La fuerza de opinión sacó de la prisión al M-19 y lo puso como protagonista del proceso de paz. Este es el punto de giro del conflicto con el M-19. Es cuando las élites económicas, políticas y militares entienden que crearon una fuerza que amenazaba su poder. Las líneas editoriales empiezan cambiar. La guerrilla romántica que construyeron los medios, se convirtió en un grupo insensato, intransigente, vacío, peligroso, militarista, apéndice del eje -del mal- Moscú-Managua-La Habana, y por último aliado del narcotráfico. Y Betancur les estaba entregando el país. Los militares confirmaban el diagnóstico, oponiéndose paso a paso al esfuerzo político. Betancur también pasó en los medios de héroe a villano, a traidor. El periodismo destruyó los mitos que construyó en la opinión.

A Betancur también lo debilitó la crisis económica, la devaluación del 28%, el desempleo del 14%, el déficit del 6% del PIB. Se vio obligado al aumento del regresivo Impuesto al Valor Agregado, IVA, al aumento del precio de la gasolina, a establecer un impuesto del 10% a todas las importaciones, y a la aceptación de fuertes medidas dictadas por el FMI como condición para otorgarle créditos para sobreaguar… y a esto hay que añadirle el auge del narcotráfico que distorsionó los procesos sociales, económicos y políticos del país, incluyendo la lucha guerrillera.

En ese contexto, el asalto al Palacio de Justicia es un acto desesperado de provocación al establecimiento, por parte de un movimiento derrotado en lo militar y en lo político, que buscó en la justicia su chaleco salvavidas. Provocación que recayó sobre un poder igualmente debilitado, que sólo encontró en la violencia la solución final.

Cuando se usa la violencia como instrumento, la confrontación se reduce a hombres con artefactos de una enorme capacidad destructiva, dispuestos a utilizarlos sin ninguna consideración humana. Esta fue la decisión que tomó Betancur, decisión que marcó la suerte de las víctimas y la de miles de colombianos asesinados, desaparecidos y desplazados en desarrollo de esa misma doctrina, que se libró a continuación.

El genocidio a los miembros de la Unión Patriótica, las masacres de campesinos por las autodefensas y los paramilitares para erradicar a las guerrillas son la continuación de la violencia que el establecimiento inauguró en el Palacio de Justicia. Los medios, en ese proceso, fueron cómplices. Primero, guardaron silencio tras el levantamiento de la censura, fueron complacientes y reprodujeron los mensajes del establecimiento para legitimar la barbarie. En un segundo momento, empezaron con cautela a divulgar los horrores que las investigaciones judiciales venían revelando. Y por último, entendieron

que es necesario buscar la verdad como la única forma de reconstruir las instituciones con una nueva fuerza moral, para que irradie autoridad y no temor. Ahora falta que impulsen la necesidad de reparar a las víctimas con la verdad, que implica romper el cobarde pacto de silencio que algunos violentos prefieren mantener vigente.

Colombia necesita instituciones que superen a las que no pudieron ni quisieron proteger ni salvar la vida de los magistrados, empleados, servidores de la justicia y visitantes atrapados en el Palacio. Esas instituciones que prefieren torturar, asesinar y desaparecer a los guerrilleros capturados -y a quienes lo parecían-, son las que deben desaparecer, sin violencia. Este debe ser el significado y la principal lección del asalto al Palacio de Justicia.

Ahora, el significado del Palacio de Justicia treinta años después, y el rol de los medios en la violencia, debemos proyectarlo al proceso de La Habana. La oportunidad y el deber moral de transformar las instituciones, se puede convertir en un nuevo espectáculo para los medios, o en el reflejo del punto de vista de quienes controlan los mensajes de los periodistas y de los medios masivos. Si los medios no se sustraen de ese rol mercantil en las negociaciones de paz, serán la nueva talanquera en la transformación de las instituciones públicas.

Los militares ya anunciaron el estudio de una nueva doctrina militar que deje atrás la diseñada para la guerra fría. Es un gran paso. La guerrilla ya expone sus ideas que le ayudarán a salir del 90% de impopularidad. El Presidente Santos recorre el país explicando el proceso para subir el débil respaldo ciudadano a la paz. Falta que los periodistas y los medios desarrollen un código, unas pautas, unas normas de cobertura, que sustraiga las discusiones y acuerdos de La Habana del juego del rating, de la expresión rabiosa de unos sectores inconformes con el proceso. Falta que los medios sean cómplices de unas nuevas instituciones, y no de un nuevo fracaso de paz. La reparación que le corresponde hacer a los medios por el silencio durante el Holocausto y la barbarie que siguió, es asumir nuevas pautas para lograr la paz, que dignifiquen el proceso y no lo torpedeen. Los dueños y líderes de los medios son parte de las élites del país, y todas las élites deben participar en establecer un consenso sobre el país que sigue.

Y por élites hay que entender a las personas o los grupos cuyas decisiones y pronunciamientos pueden modificar los modos de pensar, sentir o actuar de grandes sectores de la población. Elite son los líderes de los jueces, de los sindicatos, de los taxistas, de los partidos, de las empresas y de los periodistas. En Colombia, confundimos élite con dinero o apellidos, lo que dificulta articular los intereses para encontrar soluciones fluidas a los problemas sociales, políticos y económicos. La paz no es silenciar los fusiles de unos y otros, la paz es construir soluciones a las desigualdades sociales, fortaleciendo y cuidando los bienes públicos.

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